viernes, 26 de julio de 2013

La abuela Pilar.

La madre de mi padre, cuando cumplió noventa y dos años dijo con aquella voz tan fina que tenía:
—Noventa y dos años y todavía por aquí, ¡qué vergüenza!
Como si estuviera ocupando un lugar que no le correspondiera o estuviera quitándole el sitio a alguien o algo así.

Los últimos años había vendido su casa y vivía a temporadas en casa de su hijo José, que vivía en Zaragoza y a temporadas en casa de su hija Susana, que vive en Bilbao, pero aquella temporada, para que no viajase de nuevo a Bilbao porque estaba algo más débil, sus hijos decidieron que viviera con nosotros en Casa Lac. Al principio tuvimos miedo de que, al no haber ascensor, le diera pereza bajar o simplemente no pudiera hacerlo sola y se aislara. Por supuesto, eso de subirla entre varias personas o instalar una silla de esas que son ascensores que van recorriendo la barandilla estaba absolutamente descartado por mi abuela. Nuestros reparos no tenían sentido porque ella, después de arreglarse y de ponerse bien elegante acompañada de xxxx, que era la persona que la atendía, bajaba todos los días aquellas escaleras antiguas, altas e incómodas —pues ningún tramo era como el anterior— y se iba a misa y a sus recados. Cuando volvía se sentaba en el bar y muchos días se tomaba una cañita con limón antes de emprender la subida.
Le subíamos la comida, dormía la siesta, merendaba y escuchaba música clásica, que le encantaba. Había sido socia, junto con mi abuelo, de la Sociedad Filarmónica desde que se fundó y recuerdo que, como tenía varias entradas, muchas veces cualquiera de sus nietos le habíamos acompañado para que no fuera sola. Luego, cuando los conciertos de la Filarmónica se trasladaron del Teatro Principal al Auditorio, dejó de ir porque estaba lejos de su casa y le daba miedo caerse, así que en Casa Lac por las tardes ella oía música mientas hacía punto.
Nos contaba cómo de niñas, con su hermana Nati, se disfrazaban de chico y se iban a pedir el aguinaldo, o cómo cuando había trolebuses, con el piso de arriba descubierto, descolgaban la barra de su armario, que les hacía las veces de cerbatana, y en ella metían trozos de albóndigas con tomate y las lanzaban a los pasajeros. Cuando se acordaba se reía muy a gusto y decía:
—¡Había que ver cómo chillaban cuando les acertabas, ji, ji, ji!
La abuela Pilar decía todo lo que tenía que decir sin perder la compostura ni las formas, así cuando decía “esas chicas son muy animosas” quería decir que eran ligeras de cascos y cuando salíamos por ahí nos despedía con un “que os divirtáis santamente”. Y con eso estaba todo dicho.

Corría el año dos mil dos cuando Pilar vino a vivir con nosotros y en el verano del dos mil tres una ola de calor arrasó Europa. La abuela se descompensó, estaba muy malica y después de varias semanas en casa la llevaron al hospital, donde fuimos a verla varias veces.
Muchos acontecimientos importantes estaban ocurriendo a la vez. Mi hermana estaba embarazada, acabábamos de cerrar la venta de un negocio en el que habíamos vivido y trabajado toda la familia junta, conviviendo las veinticuatro horas del día y además la abuela estaba muy enferma .Era una especie de cambio general en todos los sentidos. En pocos meses a todos nos había cambiado la vida al menos una vez; yo por ejemplo ya estaba viviendo con Anabel.
Llegaron las vacaciones y la abuela estaba igual. Mi padre nos dijo a Anabel y a mí que no nos quedáramos en Zaragoza porque podía estar así mucho tiempo, allí no podíamos hacer nada, así que decidimos irnos diez días con destino a Venecia. Aquel era nuestro primer viaje juntos.
Fuimos al hospital a despedirnos de ella y al marcharnos nos dijo con una voz más fina de lo normal:
—Que os vaya todo del color de rosa.
—Gracias, Abuela, igualmente— dije conteniendo las lágrimas y deseando que todavía estuviera allí cuando volviéramos.

Llegamos a Venecia, donde el calor era infernal. A Anabel le dieron suero en la farmacia, porque la mitad de la población  estaba deshidratada, así que después de comer, en las horas de más calor, ella se quedaba en el hotel durmiendo con el aire acondicionado puesto y yo me iba a leer a una especie de café donde solíamos comer y esperaba a que se despertase para salir.
En ese café tuve la oportunidad de decir las dos únicas frases que conozco en italiano y que me enseñó mi amigo Karlos Herrero antes de irme para que, en caso de apuro, pudiera salir siempre airoso. Había una camarera que discutía con un señor en italiano y comprendí que el señor quería involucrarme en la conversación, seguramente para que tomase partido por él, así que yo recordé las dos frases y las solté de carrerilla: “Io sonno un povero espagnolo. Io voglio un cappuccino”. Se echaron a reír y me dejaron en paz.
Todos los días, desde el bar, yo llamaba a mis padres para preguntar por la abuela y ellos me decían: “hoy está un poco mejor”. O: “bueno, anda algo más flojica”.
Hasta que un día llamé y me dijeron que mi abuela había fallecido.
Fui a decírselo a Anabel, lloramos un buen rato y nos preparamos para salir.
Quiso el destino que ese día tuviéramos entradas para ir a ver un concierto de música clásica, uno de esos que se organizan en iglesias para turistas. El repertorio estaba completamente dedicado a Vivaldi, por algo aquella era su ciudad y nos pareció algo así como un homenaje y algo mucho mejor que quedarnos en el hotel tristes y sin hacer nada.
Mientras nos preparábamos para salir le dije a Anabel que mi tío Pedro me había contado una vez que Vivaldi enseñaba a tocar a las huérfanas del orfanato de Venecia y que, como debía de tener muchas alumnas y debía de ser buen maestro, conseguía tener muchas “solistas” de buen nivel, así que componía muchos conciertos para dos violines o para dos mandolinas o para dos violonchelos y que había leído por ahí que se creía que Vivaldi había sido el inventor del “estéreo”, al poner una orquesta en cada uno de los lados de la nave de la iglesia de San Marcos.
Salimos para coger un vaporetto que nos llevara a la iglesia donde se celebraba el concierto. Este iba por un recorrido distinto al del gran canal y pronto nos vimos en el mar. Comenzaba a atardecer y al ver aquel cielo lleno nubes naranjas, rojas, violetas y rosas comencé a llorar como un niño.
Cuando llegamos a tierra ya había acabado de llorar por el momento.
Entramos en la iglesia en medio de un calor espantoso que el público intentaba paliar abanicándose con los programas que nos habían entregado a la entrada. Los músicos comenzaron “Las cuatro estaciones”. La gente aguantaba el calor allí sentada como podía y a mí todo me parecía horrible, la iglesia, las sillas que crujían, el calor... Y hasta me parecía que los músicos desafinaban muchísimo y que no estaban tocando aquello con la energía y la pasión con que debían tocar, aunque fuera una actuación para turistas. No podía más, así que le dije a Anabel que me marchaba, que no aguantaba más. Ella me preguntó por qué y yo, casi sin contestarle, salí de allí. Ella me siguió. Hoy pienso que seguramente la cosa no fue tan mala pero claro, no podía ser lo mismo sin la abuela.

Hace unos días iba en un autobús con Anabel hablando y recordando esa época le dije a Anabel que había tenido la suerte de poder convivir unos meses con la madre de mi padre y entonces ella me recordó las últimas palabras que me dijo mi abuela: “Que os vaya todo de color de rosa”.
Qué buen deseo para acabar una historia.

Con mi padre y con mi abuela Pilar el día que di mi primer concierto como cantautor.

4 comentarios:

  1. Yo nunca seré abuela... pero si pudiera serlo, querría un nieto como tú!
    Besos

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  2. Muchas gracias nubesdeaire por tu comentario que no se merece. Un saludo.

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  3. Que historia mas bonita, que bella tu abuela y su deseo. La vida hace que sea mejor con estos bellos recuerdos. Besitos

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  4. Gracias Marimar me alegro de que te haya gustado. Un besazo ¡Hermosa!

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