jueves, 14 de noviembre de 2013

Los fiambres.

Cuando vives en una calle con algunos vecinos ruidosos muchas veces te gustaría que dejaran de gritar. Da igual que se cambien de barrio o que les atropelle un camión. Lo que sea con tal de tener algo de silencio.
Nuestros vecinos de la casa de enfrente eran así.
Como no sabemos sus nombres y tampoco nos apetece mucho acercarnos a ellos amigablemente para establecer una cordial relación de amistad, cada uno tiene su mote.
El “Tus muertos” tiene ese nombre porque el día que aterrizó en la casa de la que suponemos era su señora lo hizo gritando “¡Tus muertos!”. Prácticamente era lo único que gritaba o al menos lo único que se le entendía de todo lo que gritaba. La misma noche que llegó destrozó con un martillo el cristal de la puerta de su propio portal para que corriera un poco de aire en su nuevo hogar, que era un bajo. Después de aquella aparición triunfal el hombre se serenó y la verdad es que ya solo gritaba “Tus muertos” cuando le azuzaba su mujer.

Los que más molestaban eran sin duda los pobres perros de “La puta” porque “La puta” los dejaba encerrados en el balcón cuando se iba a la diálisis en una ambulancia que venía a recogerla o cuando salía por cualquier motivo y los perros allí se quedaban, ladrando durante horas e incluso días hasta que ella aparecía. La llamábamos “La puta” no porque traficara con su cuerpo, cosa que no teníamos por segura, sino por la mala vida que les daba a sus perros y por la que sus perros nos daban a nosotros. Después de los perros las que más molestaban eran la mujer de “Tus muertos” y sus hijas. Nunca he entendido cómo se puede discutir en la puta calle a diez metros de distancia. Discutía con “Tus muertos”, con las hijas de ambos y con los novios de las hijas que aparecían a las tantas de la madrugada golpeando las paredes de los edificios y chillando los nombres de las chicas. Por supuesto, las hijas discutían también con “Tus Muertos”, con su madre, con “La Puta” y con sus novios. Si a esto añadimos los tres perros que vivían en el bajo con “Tus Muertos”, las dos hijas, la mujer y los dos pájaros que “La puta” tenía en una jaula y que sacaba a las siete de la mañana al balcón, el ruido estaba servido desde el amanecer hasta el siguiente amanecer.
Un buen día empezaron a merodear por la casa de “Tus Muertos” algunos yonquis. Entraban y al cabo de un rato salían con otra expresión muy distinta de la que habían traído. Aquello nos preocupó mucho, pero antes de que pudiéramos siquiera pensar en llamar a la policía el asunto se solucionó por sí solo. Ocurrió el día que, al volver del trabajo a la hora de comer, vimos aparcada en la acera de enfrente una camioneta de la Hermandad del Santo Refugio que en nuestra ciudad se encarga de recoger los cuerpos sin vida de los indigentes. Estaba claro, allí había un fiambre. ¿Sería “La Puta”? ¿Sería el pobrecillo “Tus Muertos”? ¿Sería acaso la mujer de “Tus Muertos”? Pues no, no era ninguno de ellos, aunque tardamos bastante en enterarnos —porque tampoco se nos ocurrió ir preguntando por ahí— alguien nos dijo que el fallecido era uno de los yonquis habituales de la casa. La verdad es que nos dio pena.
A la mañana siguiente se repitió la jugada pero esta vez no tardamos en enterarnos, por la procesión de gente que se organizó y por los alaridos de dolor que daba la mujer de “Tus Muertos”, de que era el propio “Tus Muertos” el que había fenecido.
Fue también bastante tiempo después y sin buscar de ninguna manera la información cuando nos enteramos de que los dos habían muerto por culpa de unas dosis de heroína adulterada.
Es curioso, hay gente a la que se le coge cariño cuando se mueren y también es pena que nunca casquen los que te has pedido.

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