jueves, 7 de diciembre de 2017

La picaraza

 Son las cuatro de la tarde y me dirijo a  a abrir el bar del parque donde trabajo. La pequeña construcción tiene dos plantas y en la escalera que lleva a la terraza superior, encuentro una picaraza atrapada, que pugna por salir a cielo abierto golpeando su cuerpo contra  frío y duro cristal  de la puerta.

Como con su histérico aleteo no me deja acercarme al pomo de la puerta para abrirla y permitir su huida,  la voy empujando como puedo hacia la planta de abajo, donde ya he dejado abiertas las dos grades puertas de entrada al público, pero ella, en vez de seguir la corriente da aire fresco, se dirige hacia el gran ventanal del comedor, donde vuelve a chocar contra el vidrio, tras el que se ven los chopos y las ramas de los sauces cayendo en el río, y por el que entra la luz gris y aterciopelada de la tarde nublada.

Aprovechando que la picaraza está abajo, subo corriendo a la puerta de la terraza de arriba y la abro, después bajo a por ella y armado con un trapo de cocina la azuzo hasta que logro que encuentre de nuevo el hueco de la escalera y la salida del edificio, entonces la oigo chirriar, libre, contra las nubes en mitad del viento.

Cuando todo esto acaba, y mientras sigo con la apertura del establecimiento, me da por pensar que las personas somos como esa picaraza, empeñados en herirnos furiosamente contra los contra los cristales de la vida en vez de buscaros una salida.



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