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sábado, 6 de julio de 2013

la llave

  La Llave

         Los últimos meses que pasamos en Casa Lac fueron muy intensos. Mi hermana Elena estaba embarazada de su primer hijo, la abuela Pilar estaba muy enferma, Pili la persona que ayudaba mi madre en la cocina y que era ya de la familia después de tantos años estaba de baja con la rodilla hecha polvo, todos estábamos agotados porque faltaba personal y a todo esto se sumaba la posibilidad de “vender” el negocio y las negociaciones nos tenían a mis padres a mi hermana y a mí algo alterados.
         El restaurante ocupaba la planta calle y el primer piso y, en el rellano del tercero, había una puerta por la que se accedía a nuestra casa. Justo al lado de la puerta había una pequeña mesa con unas faldas y, colgando de esa mesa, estaba la llave de la puerta. Desde el principio yo protesté mucho. Mi madre quería que la llave estuviera allí, era más cómodo porque todos subíamos y bajábamos muchas veces al día y era normal dejarse la llave arriba o abajo. Yo le decía a mi madre que si viviera en la casa de al lado llevaría la llave encima como todo el mundo y nunca se le olvidaría, pero a pesar de mis quejas y del riesgo que suponía la cantidad de gente que subía hasta ese rellano, puesto que el baño de caballeros estaba en al lado de la puerta y de la cantidad de personas a las que a lo largo de los años se les había dicho “por comodidad” dónde estaba la llave, la llave siguió allí de principio a fin.
         Cuando se abría con esa llave además había que acordarse de que al otro lado de la puerta la mayoría de las veces estaba nuestro gato Cosme dispuesto a escaparse hacia las cocinas. Muchas mañanas me tocaba comenzar el día persiguiendo al felino por los dos sótanos y las dos plantas de restaurante que además estaban unidas entre sí por multitud de puertas y escaleras que estaban ocultas al público. Esto había que hacerlo antes de abrir el bar para que Cosme no se largara a la calle. Que Cosme no se escapara tenía su aquel, porque eran muchos años ya de jugar al gato y al ratón. Cuando se quería subir a casa había que llevar una bolsa. Abrías la puerta con una mano y con la otra sujetabas la bolsa a la altura de los pies y de Cosme. El gato retrocedía porque no veía la salida y tú entrabas y cerrabas la puerta. Para bajar, como el felino se pegaba como una lapa a la puerta para salir disparado en cuanto se abriera una rendija, había que coger a Cosme y depositarlo en la barandilla de la escalera. No sabemos por qué, pero desde allí no intentaba escaparse.
         La culpable de estas escapadas mañaneras era Carmen, la señora de la limpieza, a la que todos los días se le escapaba el gato. Aquella mujer es sin duda alguna la persona más bruta que he conocido en mi vida. Nos sometía a mi hermana y a mí a unos interrogatorios absurdos e impropios de nuestra edad y nos decía a veces cosas terribles. Una vez me pregunto:
                   Oye chico, chico, ¿tú fumas?
                   Pues no, no fumo.
                   No querría tener yo un hijo como tú, que fuma.
                   Oiga, que yo no he fumado en mi vida.
                   Claro, así huele todo.
         La señora no tenía en cuenta que vivíamos encima de un bar.
                   Bueno, Carmen, si usted quiere fumo, pero vamos a dejarlo.
                   Muy bien, si fumas lo dejamos.

         Como ya estaba harto de perseguir a Cosme todas las mañanas y de que Carmen no tuviera cuidado, utilizando su propio lenguaje un día le dije:
                   Oiga, Carmen, ¿sabe qué le digo? Que el gato ese es más listo que usted.
                   ¡Anda con el tío este! ¿No te jode?
                   Bueno, Carmen, no se lo tome a mal. Usted dirá lo que quiera pero el gato todos los días le gana la partida.
         La cosa tuvo su efecto y a Carmen nunca más se le volvió a escapar Cosme.
         Andábamos como digo muy ajetreados y un buen día Carmen no pudo subir a limpiar la casa porque la llave había desaparecido. Saltó la alarma general, buscamos por los alrededores por si se había caído, preguntamos a todas las trabajadoras aunque sabíamos que no habían sido ellas porque eran amigas de plena confianza.
         Nos reunimos para pensar. La llave había desaparecido por la noche, porque todos habíamos entrado a casa con ella. ¿Quién había sido el último? Había sido yo y la había dejado donde siempre. ¿Podía ser que alguien se la hubiera llevado para entrar otro día? Aquello era aterrador, pero no tenía sentido. Al llevarse la llave el posible ladrón levantaba la liebre y, sin embargo, dejándola en su sitio se aseguraba la entrada.
         Llevábamos ya varios días dándole vueltas al asunto de la llave sin encontrar la solución a su misteriosa desaparición y, al tercer día, cuando estábamos comiendo, en mitad de la comida mi padre se levantó y, sin decir palabra, comenzó a subir las escaleras. A los tres minutos bajó, se paró unos cuantos escalones antes de llegar adonde estábamos comiendo y, levantando el brazo, nos enseñó la llave.
                   ¡Anda! ¿Dónde estaba? Preguntó mi hermana.
                   Pues es que me acabo de acordar de que el otro día tuve un sueño. Había un peligro que acechaba y yo no sabía de dónde venía. Yo quería proteger a mi familia y pensaba en mi sueño que la puerta estaba abierta. Ahora comiendo he pensado, “¿y si me levanté yo sonámbulo y cogí la llave?”. Y he ido a mi mesilla y allí estaba.
                   Hace mucho que no te levantabas sonámbulo, Ricardo dijo mi madre.
         Era verdad, yo ni siquiera me acordaba de que mi padre es sonámbulo.

         Hace unos días, cuando le pregunté a mi padre si le importaba que contara esta historia, a lo cual, como se ve, accedió encantado, me dijo:
                   ¿Sabes lo más curioso? Los sonámbulos se comportan, cuando están en estado de sonambulismo, igual que se comportan en la vida real, así que estoy seguro de que para abrir la puerta que colgaba al otro lado tuve que coger a Cosme y ponerlo en la barandilla, porque no se escapó.
                   Pues es verdad, Papá, no se escapó el gato.
                   ¿Cómo puedo no acordarme, verdad? Qué cosas.
                   Sí, Papá, qué cosicas tenemos en esta familia.

sábado, 25 de mayo de 2013

Un servicio de comidas de infarto.

     En aquel restaurante, donde vivíamos y trabajábamos, ocurrían cosas de lo más absurdas. Un día, a la hora de comer, no sé por qué razón alguien de la familia acudió con unos gitanos, a los que había reclutado por el barrio, para que, a cambio de una propina, bajasen y se llevasen a un vertedero los escombros que habían salido de la reforma del edificio.