Mi abuelo
Enrique, al que debo mi nombre, estuvo destinado como ingeniero de caminos en
muchos sitios y pasó una temporada en Soria. Así fue cómo la familia se vinculó
a esta provincia. Allí nacieron varias de mis tías y con los años todos acabamos
veraneando en un pueblo llamado Vinuesa.
No sé por qué
razón el abuelo había comprado hace muchos años una casa en Cidones que llevaba
décadas sin habitarse y allí se desplazaban “los mayores” para organizar juergas
evitando así que los niños les fuéramos persiguiendo por los bares del pueblo.
Aquella noche
debía de haber muchos amigos que habían llegado de Madrid y de otros lugares.
Los invitados tenían que repartirse entre dos habitaciones y no se veían entre
ellos. Aquello no podía ser. Aun así, la cosa entre la cena, las copas y los
guitarreos fue poniéndose fina, fina. En estas, Ana (que es mi madre) y mis
tías María Isabel, Alicia y Marga decidieron que aquella habitación era muy
pequeña y que la otra también. Imagino la conversación:
Ana:
Oye, ¡cuánta gente ha venido!
María
Isabel: No, no, tampoco estamos tantos. Es que estos dos cuartos son muy
pequeños.
Alicia:
Eso está claro, ya lo decía yo hace años, ya.
Ana:
Pues esto hay que solucionarlo.
María
Isabel: Pues eso, cuanto antes.
Alicia:
Pues chica, ahora que estamos las cuatro es el mejor momento.
Marga:
Pues es verdad, ¿para qué vamos a tener dos cuartos cuando podríamos tener uno
grande y bueno? Además, si es que hemos venido para vernos con todos. No vamos
a estar todos de aquí para allá y de allí para acá.
De repente las
cuatro pusieron sus ojos en un banco corrido de esos que se ponen en las mesas
grandes. Entonces Marga dijo: “Estamos pensando lo mismo, ¿no?” Y las otras, al
unísono: “¡Pues claro!”
Viendo que
estaban plenamente de acuerdo se dirigieron hacia el banco y les dijeron a las
personas que estaban allí sentadas: “¿Os podéis levantar un momento, que
necesitamos el banco? Enseguida os lo devolvemos, no tardamos nada”.
Los invitados
se levantaron y entonces entre las cuatro cogieron el banco a modo de ariete y se
liaron a porrazos con la pared como si estuvieran en el asedio a un castillo.
En un cuarto de hora tiraron el tabique entre el asombro y los vítores de los
invitados.
No penséis que
lo hicieron de cualquier manera. Tan solo tiraron la parte de arriba, porque lo
que querían era poder ver a todos los amigos juntos. Tirando solo la pared
hasta la altura de la cintura y poniendo unas mantas encima para no hacerse
daño con los ladrillos rotos se lograba además tener una barra donde apoyarse y
beber más cómodamente las copichuelas.
Un día hace
poco, comentando la jugada en una reunión familiar, las cuatro se ratificaban
en su acción:
Ana:
Es que estaba clarísimo que había que tirarlo.
María
Isabel: Pues además quedó todo muy bien y muy cómodo.
Marga:
Es que la gente, como no piensa, pues no se le ocurren estas cosas y así tienen
las casas de incómodas.
Alicia
¡Anda que, lo que nos tuvimos que oír luego de los madrileños esos que
vinieron! Si es que la gente no tiene de qué hablar, como si no hubieran tirado
un tabique en su vida. Desde luego...
Rodeado de
esta familia, de la cual me enorgullezco, viví situaciones asombrosas. Hoy día
me acuerdo de algunas y me doy cuenta ahora, pero solo ahora, de que aquello
puede que no fuera “lo normal”. No sé si
las cosas eran normales o no, pero lo pasamos muy bien y, claro, así hemos
salido.